CULTURA EN CRISIS: CUANDO EL SILENCIO NO ES ARTE
El desfinanciamiento, las declaraciones oficiales y el acceso desigual del público exponen una fractura cultural que atraviesa a artistas y a la sociedad en su conjunto. La cultura no es un lujo: es un derecho.
EDITORIAL
Pamela Klimisch
8/18/2025


AUTORA
Pamela Klimisch
La paradoja es evidente: se demoniza al artista, pero se consume su obra a destajo en plataformas privadas que lucran a escala global. Mientras se ajusta el presupuesto, crece el discurso de la meritocracia: “el que tenga talento se salvará”. Pero sin políticas públicas, espacios de circulación y público con acceso real, el talento queda reducido a un grito ahogado.
En la madrugada del 7 de agosto de 2025, la Cámara de Diputados rechazó, con 134 votos en contra, 68 a favor y 3 abstenciones, el decreto 345/2025, que pretendía desarmar organismos clave como el Instituto Nacional del Teatro (INT) y la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (Conabip). La votación fue celebrada por el sector cultural como un triunfo simbólico y tangible. Ahora es el Senado quien deberá decidir si confirma este rechazo o permite que el decreto siga su curso. La voz movilizada del sector, que logró detener momentáneamente la guadaña, debe volver a presionar si queremos garantizar que el Estado no siga reduciendo nuestra identidad a variable de ajuste.
Y están los que ni siquiera pueden pensar en acceder: familias que no pisan un teatro desde hace años, pibes que jamás entraron a un museo, barrios donde la cultura solo llega en formato de televisión basura o publicidad. Esa fractura no es inocua: deteriora el tejido social, empobrece los imaginarios colectivos y erosiona la posibilidad de reconocernos en el otro. La desigualdad cultural es también desigualdad simbólica: quienes no acceden quedan fuera de la conversación, sin herramientas para cuestionar, imaginar o resistir.
Una sociedad con acceso restringido a la cultura es una sociedad más fragmentada, menos empática y con vínculos más frágiles. Insisto, la cultura, que debería ser un terreno común de encuentro, se convierte en frontera que profundiza desigualdades y erosiona el entramado social.






La cultura argentina vive una crisis profunda. Nos quieren convencer de que el arte no sirve para nada, pero la cultura es el lenguaje con el que una sociedad se piensa a sí misma, la memoria que evita el olvido, el espejo y la pregunta.
Cuando un Estado desfinancia la cultura bajo discursos que la reducen a un “gasto prescindible”, nos despoja de un derecho humano básico: crear, compartir y acceder a aquello que nos conecta con nuestra identidad colectiva. En síntesis, deja de garantizar la producción y el acceso cultural.
Desde lo ancho y largo del país, gestores culturales y artistas alertan por el cierre de talleres comunitarios, teatros independientes y centros culturales. Hoy los artistas sobreviven en condiciones precarias. No se trata solo de cachets miserables o la imposibilidad de producir sin endeudarse, sino de un sistema que los coloca en la marginalidad. Mientras tanto, desde los despachos oficiales se los acusa de “ñoquis” o “parásitos”, como si dedicarse al arte fuera un privilegio improductivo y no un trabajo que exige disciplina, creatividad y compromiso vital.
La crisis no se limita a entradas caras o teatros vacíos: también pasa por el desguace de organismos que, históricamente, garantizaron la producción y el acceso popular a la cultura en Argentina. El INT, el INCAA, el Fondo Nacional de las Artes y el Instituto Nacional de la Música fueron blanco de recortes y difamación oficial. Su desfinanciamiento —y la amenaza directa de cierre— busca desarmar estructuras que democratizaron y democratizan el acceso a la cultura. La movilización de artistas, trabajadores y públicos logró frenar la licuadora en varias ocasiones, pero hace falta blindar por ley el financiamiento cultural como política de Estado, y no como variable de ajuste coyuntural. Mientras ese debate siga pendiente, el futuro de la cultura seguirá siendo rehén de las decisiones de turno.
El público entre privilegio y exclusión
El público es un actor silencioso pero central. Muchos logran pagar una entrada para un recital, una obra de teatro o un festival, pero a costa de endeudarse o resignar gastos básicos. Ir al cine, escuchar un concierto en vivo o visitar un museo se convierte en un “capricho” de clase media y alta, cuando debería ser patrimonio común.
El factor económico es determinante: el 44 % de las personas señala los precios elevados como razón para no asistir a recitales; entre los jóvenes, esa cifra sube al 55 %. En teatro, ópera o ballet, la exclusión se intensifica: el 75 % de la población no asiste. Entre los jóvenes de 15 a 24 años el porcentaje alcanza el 82 %, mientras que entre los mayores de 60 años desciende al 68 %.
Reavivar la cultura desde la base
El vaciamiento cultural es, en definitiva, una estrategia política: un pueblo sin cultura es más dócil, menos incómodo y más dispuesto a aceptar lo inaceptable. Frente a esto, no basta con la indignación. Resistir desde los escenarios, los barrios, las butacas y los talleres es hoy una forma de rebeldía. Hace falta organización: artistas, trabajadores y públicos deben reconocerse como parte de la misma trama y reclamar lo que es suyo. Defender la cultura es defender la sociedad de un empobrecimiento simbólico que, lamentablemente, ya comenzó.
Como periodistas, comunicadores, artistas o ciudadanos, estamos ante una obligación: visibilizar la desigualdad cultural y organizar acciones concretas. La cultura merece volver a ser un territorio donde todos tengan voz, se encuentren con otros y transformen el clima emocional del colectivo. Un país sin cultura no es más austero: es más mudo, más dócil.
Hoy la cultura argentina no está en crisis por falta de talento ni de público, sino porque se la intenta arrinconar, desfinanciar y silenciar. Es por eso que no basta con indignarse en soledad: la palabra —como el arte— también es trinchera.
Si sos periodista, comunicador o simplemente alguien que escribe sobre cultura, contá lo que pasa, multiplicá las voces y poné en agenda lo que quieren borrar. Si sos artista o trabajador de la cultura, tu experiencia es testimonio y resistencia porque lo que no se nombra desaparece. Y la cultura no puede darse el lujo del silencio: necesita de todos para seguir viva, incómoda y rebelde.