EL SILENCIO NO PROTEGE, EXPONE
Una sociedad se define por lo que hace cuando las infancias piden ayuda… y por lo que deja de hacer
EDITORIAL
David Alos
12/3/2025


AUTOR
David Alos


Hay noticias que no se leen: se sienten como un golpe seco en el pecho. Noticias que, incluso cuando llegan en titulares prolijos, vuelven a abrir heridas que algunas familias —la mía incluida— aprendieron a cargar como cicatrices que no se borran. Y esta es una de esas noticias: dos niñas abusadas por sus primos y su propio tío. Tres agresores que reconocieron lo que hicieron. Y un juez que decidió que un año en suspenso era suficiente.
Y ahí es donde una pregunta inevitable se clava como astilla: ¿cómo puede ser que un delincuente sexual —tres, en este caso— que claramente volverían a cometer un delito así queden libres? ¿En qué universo jurídico entra en la cabeza que alguien que abusó reiteradamente de niñas, en la comodidad del ámbito familiar, pueda caminar por la calle como si nada? ¿Qué parte de la palabra peligrosidad no entiende la justicia? Porque si hay un tipo de criminal cuya reincidencia está más que probada, es el abusador. No se “rehabilita” con un año en suspenso, no se “corrige” con terapia obligatoria, no se “disciplinan” con firma mensual en un juzgado. Y entonces aparece la pregunta más cruda de todas: ¿para qué tenemos cárceles, si no es para proteger a la sociedad de personas que ya demostraron —con hechos, con repetición, con víctimas— que no van a detenerse? ¿Para qué sirve un sistema penal que le teme más a castigar al agresor que al daño que seguirá causando?
Uno lee el dictamen y se pregunta si la justicia escribe sus fallos con tinta o con desdén. Si pesa más el Código Penal o la costumbre ancestral de ponerle un velo a la violencia cuando pasa puertas adentro. Porque este es el núcleo del horror: la mayoría de los abusos infantiles no vienen del monstruo desconocido que se esconde en un baldío, sino del que sirve el asado, del que está en las fotos familiares, del que dice “yo nunca haría algo así”.
Y entonces una pregunta amarga se impone: ¿Para esto quieren los “provida” que las personas gestantes no decidan sobre sus cuerpos? Al gobernador Marcelo Orrego se lo pregunto, y lo invito a contestar en vez de responder preguntas a streamings que están más cómodos jugando al truco con el poder que diciendole las verdades en la cara al Gobernador.
Para obligar a nacer a niñas y niños en un país que ni siquiera es capaz de garantizarles algo tan básico como no ser abusados por quienes deberían cuidarlos. Esta es —que quede claro— la única protección real que necesitan los niños y niñas: que la justicia deje de ser un chiste malo y cruel.
Porque no hay escenario posible, ni atenuante jurídico, ni argumento técnico que justifique que un violador —y sí, llamémoslos como lo que son— esté fuera de la cárcel. No es discutible. No es matizable. No es opinable. Un abusador intrafamiliar que sale a la calle no es un “riesgo”: es una continuidad del delito. Una amenaza viva para otros cuerpos pequeños que todavía no tienen voz, pero ya tienen miedo.
Y hay algo más que nadie quiere decir en voz alta, pero que es urgente poner sobre la mesa: estos tipos confiesan porque saben que no les va a pasar nada. Confiesan porque el sistema judicial les guiña un ojo. Porque ya aprendieron que admitir el abuso no es un acto de arrepentimiento, sino parte de una estrategia: la de asegurarse una condena leve, negociada, casi simbólica. Saben que no les va a caer el peso de la ley porque, en este país, la ley para ellos pesa como una pluma. Y mientras tanto, las víctimas cargan mochilas de piedras.
Y si hablamos con un tono que mezcla bronca y cansancio no es por “sensacionalismo”: es porque quienes crecimos viendo cómo estas cosas se barren bajo la alfombra sabemos exactamente lo que pasa cuando la justicia elige la comodidad jurídica antes que la protección real. Sabemos lo que pasa cuando los adultos que deberían actuar deciden mirar al costado. Sabemos lo que pasa cuando la palabra de un niño llega tarde porque nunca se la quiso escuchar temprano.
Por eso también hay que decirlo sin rodeos: toda persona del sistema judicial que no denuncia, no se opone con todas las fuerzas humanas, que firma, avala, o respalda sentencias que dejan libres a abusadores es tan cómplice del delito como quien lo cometió.
Son corresponsables. Son continuadores del daño. Son parte activa y necesaria de la maquinaria que permite que los abusos se repitan, que las infancias se sigan quebrando y que el trauma se multiplique en generaciones enteras.
Y sí: deberían ser inhabilitados para ejercer cargos públicos. Y sí: deberían enfrentar consecuencias. Porque administrar justicia no es escribir poesía jurídica: es hacerse cargo del peso real que tienen las vidas que quedan del otro lado de la resolución.
Las niñas de este caso —como tantas otras que no aparecen en los diarios— hicieron lo que la sociedad les pide que hagan: hablaron. Tuvieron el valor de romper la cuarta pared familiar, esa que siempre asegura que “acá no pasa nada”. Y cuando ellas hablaron, el sistema respondió con… un año en suspenso.
Suspenso. Qué palabra más irónica. Porque suspenso es lo que queda: ¿qué harán ahora estos tres violadores? ¿Quiénes serán las próximas víctimas? ¿Y cuántos jueces más van a seguir firmando como si nada?
En Sala de Espera solemos mezclar ironía con crítica, pero hoy la ironía se nos queda corta. Hay temas que no admiten humor, solo rabia organizada. Porque proteger a las infancias no es una consigna: es un deber social, político, ético y humano.
Y si duele escucharlo, es porque todavía no duele lo suficiente donde debería: en los despachos que siguen confundiendo abuso con “travesura”, violación con “error”, y justicia con “trámite”.
A las niñas, —y a todes les que todavía no pueden hablar— les debemos algo más que indignación. Les debemos un sistema que les crea. Les debemos una justicia que les proteja. Y les debemos, por sobre todo, un país donde sus agresores no circulen libremente mientras elles intentan curarse.
Porque si la justicia mira para otro lado, nos toca a nosotros mirar de frente. Y decir, aunque nos incomode: la impunidad también es un abuso.
