¿QUÉ PASÓ CON EL “QUE SE VAYAN TODOS”?
“Que se vayan todos... y volvieron muchos. Eso pasó”.
EDITORIAL
David Alos
9/24/2025


En diciembre de 2001, ese grito retumbaba en las calles, en los medios, en cada olla, en cada angustia, en cada barriada, en cada asamblea, en cada pancarta improvisada. No era un eslogan vacío: era el desahogo de un país que se había quedado sin derechos, sin futuro y sin dignidad. Una bronca acumulada tras años de políticas que nos dejaron al borde del abismo.
Veinticuatro años después, parece que parte de ese deseo se cumplió: se fueron, sí... pero volvieron. Algunos con otros nombres, otros reciclados, otros en versión familiar. Y algunos, directamente, los mismos. Lo que no se fue nunca fue lo esencial: la impunidad, la corrupción, los privilegios, la desigualdad estructural y un neoliberalismo que siempre encuentra la manera de reposicionarse.
El déjà vu argentino
AUTOR
David Alos
En 2001 se denunciaba la crisis de representatividad: nadie representaba a nadie, la política entera estaba bajo sospecha, ojo, no la casta, la clase política en su conjunto. Hoy, la diferencia es que la desconfianza se administró mejor: los políticos se maquillaron, se cambiaron de discurso, de partido, de ropaje… pero no de lógica. Lo importante sigue siendo asegurarse poder y réditos. La renovación fue casi siempre cosmética.
También volvió la pobreza estructural y ese hambre de justicia que nunca terminamos de saciar. Si decimos que antes del 2001 se robó más que después, no hablamos sólo de plata. Hablamos de oportunidades perdidas: escuelas que no se construyeron, hospitales que no se modernizaron, salarios pulverizados por la inflación. El verdadero saqueo fue el futuro que se esfumó, y esa deuda social todavía está impaga.
El círculo vicioso de votar lo que se critica
Hay algo extraño en nuestra forma de reaccionar: castigamos a la política en la calle, pero después la premiamos en las urnas. Elegimos líderes que prometen “tiempos difíciles”, pero lo difícil siempre recae en los mismos de siempre. Y cuando nos invade la bronca, no la transformamos en construcción, sino en odio político, en polarización o en pura resignación. Como si el mal menor fuera la única opción.
Esa mezcla de desconfianza y apatía termina empoderando a los extremos, y en este caso a la extrema derecha. Nos dejamos seducir por discursos de ruptura, por “outsiders” que venden la ilusión de ser distintos. Pero en el fondo, las recetas cambian poco: son autoayuda política, frases hechas que tranquilizan por un rato, pero no sacan a nadie del pozo. Y cuando esas frases gobiernan, el costo se mide en vidas reales.
Una memoria debilitada
La crisis del 2001 debería haber dejado un aprendizaje indeleble. Y, sin embargo, algo pasó: nos rompieron la memoria, o al menos la fragmentaron. No construimos una narrativa colectiva que nos ayude a exigir transparencia, institucionalidad y coherencia. Si esa exigencia democrática fuese fuerte, quizá no repetiríamos errores que parecen calcados.
Hoy volvemos a escuchar hablar del FMI, de pedir plata prestada, de “ser buenos alumnos”. Pero el problema no es si el Fondo es “malo” o “bueno”: es la dependencia. En 2001, cuando decidieron no atenderle más el teléfono a De la Rúa y a Cavallo, el país explotó. Esa es la diferencia: hoy seguimos confiando en que nos atiendan. Y, como toda dependencia, puede cortarse de un día para el otro.
¿Qué debería cambiar?






Que la transparencia no sea un gesto, sino una obligación. Y que quienes roban desde el poder –de cualquier color partidario– enfrenten sanciones reales.
Que la educación cívica y la memoria histórica sean pilares, para que no haya generaciones que crean que la corrupción es inevitable.
Que la democracia se fortalezca con instituciones sólidas, no con arreglos de ocasión.
Que la participación ciudadana no se limite al voto, sino que atraviese la vida cotidiana. Que sea transversal a lo cotidiano, es decir encontrar espacios de incidencia y de control popular.
Que los liderazgos se construyan con coherencia, empatía y trabajo desde abajo, no con promesas grandilocuentes.
Porque, al final, el problema no es sólo “ellos”: somos también nosotros. Apenas se abrió una hendija, volvieron a aparecer los viejos fantasmas, los fachistoides de siempre, los mismos que en 2001 creíamos haber enterrado.
La verdadera espera
Veinticuatro años después, seguimos en esta sala de espera. Pero la espera no puede ser pasiva. O exigimos, pensamos, participamos y nos animamos a cambiar de raíz, o vamos a seguir anestesiados, aplaudiendo discursos vacíos mientras nos roban lo poco que queda de nuestra dignidad.
Y esa, lamentablemente, es la verdadera enseñanza del 2001: que cuando se pierde la dignidad, lo único que queda es el estallido.
