TÍA SAM EN EL MINISTERIO: IMÁGENES QUE CONDENSAN UNA ÉPOCA
No se necesita explicación, porque nos gritan cosas. El nuevo flyer del Ministerio de Seguridad, encabezado por Patricia Bullrich, lo hace: una estética de propaganda yanqui, casi caricaturesca, llamando a “profesionales” a sumarse a la “Carrera de Investigador del Delito”. Un llamado que parece más un chiste de mal gusto que una política pública seria.
EDITORIAL
David Alos
11/9/2025


AUTOR
David Alos
La comparación es inevitable: el famoso cartel del Tío Sam señalando con el dedo —“I want you for the U.S. Army”—, ahora remixado a la criolla, pero sin criollismo. Un meme institucional, una parodia que no sabe que lo es. Una muestra más de cómo este gobierno convierte la seguridad en espectáculo, la gestión en marketing y la soberanía en souvenir.
Porque no es la primera vez. Ya vimos a Bullrich posar entre uniformados como si dirigiera un set de filmación, o anunciar operativos como si fueran trailers de acción. La vimos confundiendo procedimientos judiciales, repitiendo datos falsos, y reduciendo la política de seguridad a un show punitivo para redes sociales. Y no es solo ella: el gobierno entero se mueve bajo esa lógica del “como si”. Como si gobernar fuera hacer memes. Como si bastara con un slogan para tapar el vacío. Desde la motosierra como símbolo de campaña hasta los spots que parecen publicidad de criptomonedas, todo está hecho para la viralidad, no para la realidad. Un país de cartón pintado, donde la improvisación se disfraza de ideología y la frivolidad se convierte en método de gobierno.
Porque sí: lo simbólico también gobierna. Y cada vez que el Estado argentino adopta la estética, el discurso y la lógica de los Estados Unidos, perdemos algo más que gusto propio: perdemos identidad. La historia nos lo advirtió mil veces: cuando se imita al imperio, no se lo desafía; se lo celebra.
Argentina siempre se sostuvo —aún en sus peores crisis— en una resistencia cultural profunda, esa que no permitió que el modelo del “sueño americano” nos colonizara por completo. Mientras otros países del continente abrazaban la cultura del shopping y la bandera en cada remera, acá seguíamos haciendo política en las canchas, en las asambleas barriales, en los festivales, en la esquina.
Pero esa rebeldía simbólica hoy se erosiona. El gobierno de Milei parece empeñado en borrar cualquier rastro de proyecto nacional. En su afán de “modernizar” el Estado, lo vacía de historia. En su búsqueda de “libertad”, entrega autonomía.
Los lazos con Trump, los acuerdos con el FMI, las políticas cambiarias que benefician a Scott Bessent —Secretario del Tesoro de Estados Unidos y socio ideológico del presidente—, no son errores de cálculo: son señales de obediencia.
Y esa obediencia no se queda en el terreno financiero. Se extiende también al mundo del trabajo, donde la soberanía se juega día a día.
Lo que dijo Marcos Galperín —ese “el Estado no tiene que intervenir más” pronunciado como sentencia empresarial— no es una opinión aislada: es el nuevo sentido común del poder. Un dogma que el gobierno repite y aplaude, incluso cuando significa dejar a la Argentina sin herramientas para cuidar su propio empleo, su industria, su gente.






Así, el mercado laboral se convierte en zona liberada para las corporaciones extranjeras, mientras las pymes locales agonizan entre la desprotección y el dumping importado. Lo vivimos en los 70, cuando la dictadura abrió las importaciones y destruyó el tejido productivo. Lo sufrimos en los 90, con el menemismo vendiendo “modernización” a precio de remate. Y lo vemos hoy, otra vez, bajo la misma bandera del libre mercado que solo libera a los de arriba.
Pero hay una diferencia: en aquellas épocas todavía quedaban joyas de la abuela para empeñar. Empresas públicas que funcionaban, que daban superávit, que eran orgullo y motor del país: YPF, Aerolíneas, los ferrocarriles, los servicios básicos, las telecomunicaciones.
Hoy, en cambio, casi todo está vendido o devastado - por esta administración -, y el gobierno ya no tiene qué entregar. Lo único que le queda es pedir prestado, hipotecar lo que aún no existe, entregar el mañana antes de que llegue. Si el modelo neoliberal de los 90 terminó con el estallido social del 2001, este amenaza con algo peor: un vaciamiento silencioso, una deuda sin límite ni horizonte, un país puesto en garantía de sí mismo. Una patria sin joyas, sin reserva, sin rumbo —solo con el eco de los aplausos del mercado y la promesa vacía de un futuro que cada vez se parece más a una liquidación final.
Mientras el dólar manda, el Estado se disfraza de Tío Sam. No es solo estética: es rendición simbólica y económica. Porque cuando un ministerio se convierte en meme imperial y un empresario dicta política pública desde Twitter, no estamos frente a una casualidad, sino ante una estrategia: colonizar la imaginación, disciplinar la esperanza, extranjerizar el futuro.
Nos quieren hacer creer que la seriedad se mide en dólares, que el profesionalismo es obediencia y que el progreso viene con manual en inglés. Pero acá, entre los cerros, el viento y la calle, seguimos sabiendo algo: que hay una soberanía que no se negocia, una estética que se defiende y una dignidad que no se exporta.
